martes, 18 de junio de 2013

Sinfonía en papel de caramelo


Sinfonía en papel de caramelo
Valeria Badano
A Lelo.

 
   Queridos Reyes Magos:
                                    Este año traté de portarme mejor que el pasado. Cada vez que alguno de mis hermanos quiso un juguete se lo di y no lloré de rabia por dárselo. Cuando mi abuela me mandó a tomar el mate cocido obedecí casi casi sonriendo... y... y cuando mi papá me mandó a darle de comer a las ovejas también lo hice: no le dije ni una vez que después, que más tarde. Bueno, a lo mejor la única macana grande fue que le robé un cigarro a mi tío ese domingo cuando vino a visitarnos. Pero no lo fumé, se lo cambié a Roberto por unas figus. Bueno, ahora va el pedido, atención: quiero un bandoneón. Un beso, Juanchi.
     La carta a los Magos Juanchi la había escrito como dos meses antes, todavía las clases no habían terminado así que pudo corregir la ortografía y revisar la letra.
     Una semana antes del seis de enero, Juanchi mostró a toda su familia el papel limpio y alisado donde se garabateaba su letra formando una prolija y respetuosa carta a los Reyes Magos.
     “Este año sí, este año sí”, no dejaba de repetirse cuando escuchaba en su cuarto, la música que le llegaba desde el salón.
     Los papás de Juanchi tenían un almacén de ramos generales, esos que todavía quedan en algún pueblito y donde, además de vender aceite, fideos, carbón y pan llega el correo y reúne a los parroquianos a la hora de la siesta a jugar una partidita de truco. Y a la tarde, sobre todo desde la primavera, se juntan los músicos a afinar los instrumentos para la fiesta del pueblo.
     Así, Juanchi conoció la música. Cada tarde, mientras terminaba la tarea, escuchó los acordes de las guitarras, el violín y el bandoneón. Se perdía suspendido por un airecillo tibio y regordete, que se hinchaba, se hinchaba que parecía reventar pero que después se afinaba tanto que podía colarse en sus oídos de novato. No era el rasgueo llorón de la guitarra. No era la voz aguda del violín. Esa voz grande y profunda como la de su abuelo era hermosa y nueva.
     Corrió por la galería recién baldeada hasta el salón, quería ver de dónde venía ese sonido. Y allí estaban los músicos sentados en ronda, con los ojos semicerrados pensando -o sintiendo- cómo de sus dedos salía la música. Un pelirrojo de grandes dientes sostenía en un amoroso upa el instrumento. Un fuelle como una boca enorme y llena de dientes –como la de su ejecutor- se abría y se cerraba. Suspiraba. Era un gran dragón durmiendo la siesta.
     -Vení, vení- lo invitó el pelirrojo que había abierto por fin los ojos y había cerrado la boca del dragón.
     Los músicos recibieron a Juanchi con sonrisas de hombres y palmaditas en la espalda. Juanchi ensayó una voz de adulto:
     -Yo también soy músico- afirmó y pretendió borrar cualquier diferencia con sus interlocutores.
     -¿Y qué tocás?.
     -Toco la batería, la armónica y también canto-. Se apresuró a afirmar: –Mi mamá dice que canto igualito que mi abuelo cuando era joven-.
     Lo que Juanchi no dijo fue que la batería era en realidad una montaña de tarros maltrechos y que en la armónica tocaba el “Arroz con leche” que su primo mayor le había enseñado.
     -Podés formar parte de nuestro grupo, che- invitó uno de los guitarristas.
     Orgulloso por la propuesta apenas afirmó con la cabeza y convencido de integrar el ‘Quinteto’ volvió a correr por la galería para encerrarse en su cuarto.
     Fue allí donde reparó en que no tenía instrumento para formar el ‘Quinteto’. Ahora era músico de verdad y tenía que tocar un instrumento de verdad. La batería –esa montaña de tarros maltrechos- no servía como instrumento para ese grupo: era otro el tipo de música la que tocaban. La armónica era demasiado humilde –y además no sabía más que el      “Arroz con leche”-.
     Estaba decidido: él quería tocar el bandoneón. Así que después de pensar un rato la cuestión cayó en la cuenta -más convencido que nunca- que si tocar el bandoneón era la idea, debía tener uno. ¿Cómo conseguirlo?
Investigó en las listas de mercadería que llegaban al almacén y encontró un número telefónico de una casa de música en Buenos Aires.
     Llamó y la voz de una mujer le dio una respuesta fatal: ¡era carísimo! No podía pedir ese dinero a su papá, no podía decir que quería un bandoneón como regalo de cumpleaños, ni siquiera a su madrina que le daba todos los gustos. Era chico pero ya sabía que si había más de un cero en un número significaba ‘mucho’.
     De modo que si ningún ser humano conocido podía aportar el dinero para que él fuera el quinto músico del quinteto, el segundo bandoneonista, los Reyes lo ayudarían. Después de todo, para eso eran ‘Magos’.
     Se puso a trabajar en la carta y revisó, sin piedad, su comportamiento del año. Trató de ser un juez duro y no minimizar ninguna mentira ni disimular ninguna desobediencia. Después de un arduo repaso escribió la carta.

     El seis de enero llegó rápido. La noche había pasado como una nube que descubrió un sol radiante.
     Juanchi se levantó de su cama casi volando. Apenas saludó a los papás que un poco tristes estaban tomando unos mates.
     Juanchi fue a ver su árbol de Navidad. Debajo de sus ramas de plástico verde había colocado los zapatos del colegio junto a los de sus hermanos. Los había lustrado como nunca, tenía que demostrar a los Reyes que de verdad era un chico bueno.
     El papel era brillante y el moño, rojo. ¿El paquete? No es demasiado grande pero... qué va a ser si no un bandoneón. Los Reyes no fallan, no se equivocan.
     Por debajo del papel del envoltorio le pareció tantear el fuelle. Casi pudo sentir la boca grande y dientuda del dragón.
     Abrió el regalo. ¿El regalo? Un paquete de caramelos surtidos apareció de entre los pedazos desgarrados de papel.      Los Reyes eran malos. No trajeron el bandoneón que él quería. ¿Habría llegado la carta?, ¿no habría sido un buen chico?, ¿sabrían leer o les costaría leer de corrido como le costaba a él?
     Miró los regalos de sus hermanos: otros paquetes de caramelos surtidos.
     No pensó más. Muerto de rabia rompió el paquete y arrojó todos los caramelos al aire. Pero no cayeron al piso como pájaros muertos. Los brillantes papeles de los caramelos flotaron, suaves, en el aire y chocando con la luz del sol crujieron. No como hojas secas en el otoño. Sonaron y sonaron como música brillante y dulce, tibia y regordeta, que se hinchaba y se afinaba como en una mágica sinfonía.
     Juanchi se quedó mirando cómo los papeles de los caramelos eran suspendidos en el aire, sostenidos por una música de bandoneón. Ahora sonreía.

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